Séptima entrega de la sección En torno a la traducción. Hablamos con Consuelo Rubio, traductora de La espesura, del autor estonio Anton H. Tammsaare, novela que ahora publica en español la editorial greylock. Además de traductora, es también intérprete, profesora de inglés en la Escuela Oficial de Idiomas de Valencia, asesora de editoriales y colabora con revistas y otras publicaciones literarias.
Decía Montserrat Armas en esta misma sección que traducir es «interpretar un texto» y «navegar por un mar en el que tienes que aprender a escuchar el peculiar sonido del agua, de las olas, que suena diferente en cada obra». Para ti, ¿qué es traducir?
Traducir es ante todo un oficio. Supongo que es una opinión controvertida, pero para mí se trata más de un oficio que de un arte. Por mucho que traduzcamos literatura, incluso grandísimas obras literarias. Un oficio artesanal, si queremos precisar más, que exige infinitas dosis de paciencia y donde la maestría se adquiere a través de la práctica. Una práctica entregada, no de cualquier tipo: hablo del ejercicio que nace de la devoción que sentimos hacia el mensaje de las obras que nos ponen entre las manos y hacia el espíritu del autor que las anima. Aquí me permitiréis echar mano de un lugar común tal vez manido para decir que el traductor es inevitablemente médium de sus autores.
Además de dominar los idiomas de trabajo, ¿qué características creéis que debe tener quien traduce?
Un buen traductor literario siempre es un lector entusiasta antes que traductor.
¿Qué te llevó a dominar e interesarte por una lengua tan lejana al español como es el estonio?
Debo reconocer que el estonio me cayó del cielo. Yo no tuve parte alguna en el giro del azar que me llevó a Estonia allá por el año 2002, justo antes de que el país ingresara en la UE junto con varios otros PECOS (Países de Europa Central y Oriental). El Parlamento Europeo me destinó al Master de Interpretación de la Universidad de Tallin para formar a jóvenes intérpretes (yo acababa de terminar ese mismo programa en la Universidad de La Laguna en Tenerife). Sí que intervine, desde luego, aunque tal vez no tanto como pudiera imaginarse desde fuera, en el proceso que a partir de ahí me llevó a aprender la lengua e iniciar una relación de muy largo recorrido con el país y su cultura. Aunque suene un poco fácil recurriré al símil del enamoramiento. No solo se enamora uno de individuos, ¿no?
Cuéntanos sobre una palabra o expresión que te haya resultado particularmente difícil traducir. ¿Cómo lo resolviste?
Hace como una semana tuve que traducir un fragmento de la novela más reciente de un autor estonio contemporáneo, uno de esos escritores con tendencia al malditismo sucio. Estuve a punto de desistir, me volvía loca con el cambio de código constante entre el ruso y el estonio y con los períodos cortos que imbuyen de ambigüedad toda su narración. Pero lo más curioso es que al final, después de librar una pelea encarnizada y salir (creo) bastante bien parada, solo me quedaba un punto de oscuridad. Se me ocurrió sacarlo en la conversación con muy buen un amigo estonio e inmediatamente me dio la clave que necesitaba. Resultaba ser un juego de palabras con un pasaje bíblico que yo desconocía pese a mi educación católica: «No le pondrás bozal al buey mientras trilla» (Corintios 9:9). Que mi amigo hubiese estudiado Teología y trabajado durante años en la iglesia luterana de Estonia es otro de los golpes de suerte fabulosamente contrarios a la lógica con los que me he encontrado a lo largo de mi trayectoria como traductora.
¿Cómo fue el proceso de traducción de La espesura? ¿Aprendiste algo nuevo en el proceso, te topaste con algún juego de palabras peleón…?
Aprendí con cada página, o sería más ajustado decir que con cada párrafo. A veces con cada oración, según los pasajes. Hay tantos ejemplos que me resulta casi imposible seleccionar uno. Nada más empezar, Tammsaare hace un símil bastante críptico para darnos la idea de cómo suena el canto de un pájaro, que compara con el ruido que sale de un acordeón cuando el acordeonista olvida quitarle la malla protectora al teclado. Sudé lo mío hasta que di con la informante adecuada para ponerme sobre la pista correcta: casi ningún hablante nativo y versado en Tammsaare y los usos y costumbres de su época tenía además experiencia de primera mano con ese instrumento. Y eso que había consultado con músicos. Por otra carambola del destino casi inverosímil, una íntima amiga estonia había tocado el acordeón de niña. A ella le resultó obvio a qué se refería el autor.
En tu opinión, ¿qué crees que es más importante, que nuestro nombre aparezca en portada o que se nos incluya en el proceso de promoción de la obra (presentaciones, firmas, charlas…)?
Reconocer la parte de autoría que nos corresponde es lo único que en mi análisis muestra verdadero respeto por la labor que realizamos.
Entramos en controversias. Estudiosos como Jean Cohen o José Emilio Pacheco afirmaban que la poesía es, metafóricamente hablando, «intraducible» por la complejidad que supone mantener sentido, rima y estructura al pasar de una lengua a otra. Otros como Roman Jakobson discrepaban y defendían que todas las experiencias cognitivas se pueden trasladar a toda lengua existente y que la pérdida de matices en la poesía no es distinta de aquella en la prosa. ¿Qué opinas?
He traducido poca poesía aunque no tengo el cómputo del marcador a cero. Como a la mayor parte de los traductores, me infunde un temor casi reverencial hacerlo. Sin embargo, no comparto las visiones derrotistas que parten de la «intraducibilidad». Con frecuencia recelo de ese esencialismo porque me suena a pretexto fácil, a subterfugio perfecto para quitarse de encima críticas comprometedoras o encargos especialmente espinosos. Para empezar, el género poético no es monolítico sino que comprende una inmensa diversidad de textos, más o menos complejos de verter a otras lenguas. Igualmente, se me ocurren varios ejemplos de obras en prosa que no me gustaría verme en el aprieto de traducir. En cualquier caso, por endiablado que nos parezca el reto, me alineo mucho más con Jakobson. Cualquier experiencia, ya sea cognitiva, sensorial o emocional, puede trasladarse a un código diferente. La pérdida —no solo de matices sino a menudo de componentes menos accesorios, para desgracia de nuestro gremio— es inherente a la actividad profesional que hemos elegido o que nos ha elegido a nosotros. Quien no pueda soportar el duelo por esa pérdida debería plantearse si quiere seguir dedicándose a esto. Puede sonar radical e implacable, sí. También es mi parecer sincero.
Nos gustaría que nos contaras sobre la traducción que más te ha gustado o de la que te sientes especialmente orgullosa.
Estoy muy orgullosa de haber traducido La espesura porque es la primera obra a la que me he enfrentado en una soledad poco común, al no haber sido trasladada anteriormente a otras lenguas mayoritarias (inglés, francés, alemán). El buen hacer de Susana Romanos en Greylock me ha dejado anonadada. Gracias al diálogo con ella he sacado lo mejor de mí misma en este proyecto; eso es justo lo que debe hacer un editor y ella lo consigue con una naturalidad pasmosa. También debo mencionar Vuelo estático de Jaan Kross, que supuso un antes y un después en mi carrera. Especial cariño les tengo a El prado de Rosinka de Gudrun Pausewang, porque tuve el privilegio de proponérselo yo a los editores y la suerte inmensa de que acogiesen muy bien mi iniciativa. Fruitlands de Louise May Alcott es otro trabajo que se sale de lo corriente por la historia que hay detrás de las líneas y las afinidades que se cuelan furtivas entre ellas, un guiño entre Pilar Adón y yo.
Por último, ¿hay algún libro que te gustaría traducir, alguno que aún no tenga editorial…?
Mis editores de confianza y cabecera saben que siempre hay, para mi bendición y condenación a la vez, decenas de proyectos que deseo ávidamente emprender. Revelarlos sería un poco como romper un secreto de confesión entre ellos y yo. Así que me mojaré, vale, pero no mucho. A estas alturas todo el mundo sabe que me muero por traducir La camarada niña de Leelo Tungal y La niña de cristal de Maarja Kangro. Ambos del estonio y casualmente (¿o no tanto?) de dos autoras que son madre e hija.

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