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Subiendo por la avenida de los Campos Elíseos… Por Blaise Cendrars

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Subiendo por la avenida de los Campos Elíseos, tanto a dere­cha como a izquierda, cualquier persona que toque una de esas puertas giratorias, que son como innumerables desembocaduras en la ciudad que se precipitan sobre el gangsland y que funcionan como las vento­sas, se queda atrapada y pierde el equilibrio antes de haber dado una vuelta entera sobre sí misma. Es un drama vertiginoso que discurre en un abrir y cerrar de ojos y que Charlot ilustró admirablemente en una de sus películas. Es tan brusco el tránsito de la realidad de la calle a la atmósfera sofocante y artificial que reina en el interior del bar, de la sala de fiestas o del palacio en el que uno acaba de entrar que, al franquear el umbral, uno tiene la sensación de haberse despojado de su personalidad  para luchar cuerpo a cuerpo con su doble, pues uno ya no se reconoce en esos espejos deslumbrantes que reflejan los haces de algún proyector y los fulgores difusos de los plafones que difuminan los rasgos. Qué vértigo. De pronto uno acaba aferrándose a una mesa que flota como el pecio de un naufragio entre parejas que le empujan a uno y el maremoto desbordado de un hot jazz. Apurada la primera copa, sigue sin haber nada que le ayude a uno a situarse ni a saber dónde está, de lo abstracto que es el decorado.

¿Está uno en Shanghái, en Buenos Aires, en un speakeasy de Nueva York o en París?

Simplemente está usted, sin saberlo, en pleno gangsland, cínico, triunfante, mágico, con sus luces de neón que, a semejanza de una sala de operaciones brillantemente iluminada no ofrece ningún misterio, pero que es igualmente inquietante.

Todo transcurre a plena luz pero no se ve nada.

Los veladores de vidrio y acero pulido, así como las mullidas alfombras se han lustrado con tal esmero que no se les ve ni una huella.

*

Hace apenas unos lustros, Jean Lorrain, amante de las sensa­ciones violentas, extravagantes, raras, se vio obligado a ir a buscarlas muy lejos del centro de París, en la ribera de Auteuil, después de me­dianoche, o incluso en los arrabales, en las calles desiertas de Levallois-Perret, lúgubremente iluminadas por las farolas de gas y donde, detrás de cada esquina, se exponía a recibir un navajazo por la espalda.

Hoy, este romanticismo está muy trasnochado. A las bandas de ladronzuelos con gorra, los matones de barrio y los apaches armados con navaja han sucedido bandas de gánsteres con sombrero gris, esbirros de esmoquin, caballeros del cloroformo, de la jeringuilla, rateros de hotel y la última generación de bailarines mundanos de pelo engominado sin sombrero. Toda esta gente se pavonea en los locales de moda y vive ofi­cialmente en los grandes hoteles, donde se mezclan desde la guerra con las gentes de mundo y los extranjeros pudientes. Esta promiscuidad tan moderna se halla en las antípodas de cualquier romanticismo.

Pero esto, esta familiaridad, este trato cotidiano con los clientes anónimos más peligrosos que ofrece la avenida, no ha terminado con el miedo, muy al contrario, pues esas sensaciones ambiguas, adulteradas, extrañas, de terror y de desarraigo que Jean Lorrain buscaba con curiosi­dad malsana, cualquiera, incluso el individuo más sereno que posea un palacio por morada, puede sentirlas cuando menos se lo espere, ponga­mos por caso, cuando, camino de su habitación, lo asaltan al girar la es­quina del pasillo, y recibe un golpe con una porra de goma, lo duermen con cloroformo y lo desvalijan en un santiamén.

*

Tuve la curiosidad de preguntar a un detective privado que me informó de la siguiente estadística: de 1921 a 1931 se encargó de 611 in­vestigaciones en tres hoteles situados en las inmediaciones de la place de l’Etoile. La mayoría de las investigaciones quedaron sin resolver.

¿Cómo podría ser de otra manera?

Las tradiciones, los hábitos, las costumbres del milieu han evolucionado a la par que la modernidad. Como el conjunto de la sociedad contemporánea, el hampa también tiende a organizarse en el anonimato.

Hoy casi no quedan tipos independientes que trabajen por su cuenta, ya no hay patrones modestos, jefes de bandas rivales que practi­quen el robo como un arte, todos han sido absorbidos por organizaciones más amplias, a menudo asociaciones internacionales de malhechores, especializadas, preparadas, que se complementan unas con otras y que, imitando el modelo de los grandes konzern industriales, han sabido aunar sus intereses para asegurar la exclusividad de la explotación del crimen de algún puerto, estación, ciudad, región, zona fronteriza, litoral o país.

Es en ese sentido en que puede hablarse de una auténtica maffia.

Y es por ello por lo que, a pesar del creciente favor del que parece gozar la novela policíaca, hay que reconocer que la poesía del milieu ha muerto y que, en este ámbito, cualquier romanticismo literario resulta caduco. Así es y poco importa cómo se les designe, los gánsteres son vul­gares bandidos y, a pesar del apodo o alias desusado y anticuado («¡Muy de 1900!», diría Paul Morand) con el que aún pueda adornarse algún que otro ratero o ladrón que, por lo demás, carecerá de rasgos pintorescos, irá vestido como todo el mundo, hablará como todo el mundo, estará al día, conducirá su coche, practicará deportes de invierno, tomará el sol, y bailará, y beberá, y flirteará, elegante, incluso mundano, pues el bandido de 1935 que frecuenta los Campos Elíseos es, ante todo, un hombre de negocios, igual que sus émulos en Chicago.

Panorama del Hampa


Este es un fragmento de Panorama del hampa; ya disponible en la generosa red de librerías con que las que trabajamos. Si no ves en el mapa una que te quede a mano, pregúntanos: [email protected]

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