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Porque traducir también es contar: Una conversación con Paula Zumalacárregui

Artículo publicado en nuestra revista #somoslibrerantes 1.

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Lo mejor de este trabajo, sin duda, de lejos, y muy por encima de los libros, es trabajar codo con codo con personas que saben muchísimo de lo suyo y, además, tienen la disposición, la generosidad y la paciencia de compartirlo. Dicho esto, y a modo de introducción, por situarles, a la hora de decidir qué iba en portada, me acordé de un encuentro que celebramos ya hace algunos años con motivo de la publicación de una de las niñas bonitas de esta casa, El triunfo del huevo —ya agotado—; un encuentro que disfruté especialmente. Me gustó mucho escuchar a Zumalacárregui sobre las dificultades que se encontró a la hora de traducir el texto de Sherwood Anderson. De manera que ahora, a la hora de decidir qué poner en portada, de qué excusa partir, se me ocurrió proponerle a Susana Romanos, editora de greylock, y a Feliciano Novoa, editor de La umbría y la solana, donde tenemos también estupendas traducciones, el traer a estas páginas a alguna traductora (o traductor, se me tendrá que perdonar que me salga hablar en femenino; soy una mujer) para que nos contara, como ya lo hiciera Paula en aquella otra ocasión, sobre su oficio y su labor. Hoy es ella; traeremos más en próximas entregas.

No sé a quién le oí que traducir es leer en profundidad. ¿Qué es traducir?
Leer en profundidad, desde luego, es el primer paso. El segundo lo definiría como reescribir en tu lengua lo que otra persona imaginó en la suya, reproduciendo los efectos del original con los recursos disponibles en la lengua de destino.

¿El traductor debe tener algún tipo de formación y, sobre todo, esa formación tiene que pasar por el ámbito institucional?
Creo que a traducir se aprende, en última instancia, traduciendo, así que estudiar una carrera como Traducción e Interpretación (o, en su defecto, hacer cursos o participar en talleres) te permite «practicar» la traducción de manera tutelada, así como aprender de los compañeros y comprobar que todo texto tiene múltiples posibilidades de traducción. Pero eso no quiere decir que para dedicarse a la traducción sea imprescindible haber completado unos estudios determinados y que quienes no lo hayan hecho sean unos intrusos; a la traducción se puede llegar por muchas vías. Además, para traducir bien hacen falta cosas que no te da la carrera. Hay que tener conocimientos transversales y leer mucho, tanto en los idiomas extranjeros con los que trabajamos como en nuestra lengua materna. Y, como los traductores tenemos tendencia a dominar otros idiomas, a veces nos olvidamos de leer buenas traducciones, una práctica fundamental para aprender de los hallazgos de los compañeros.

¿Crees que en este país se reconoce la labor de los traductores? Viene esto a colación por una frase de José Saramago que, en algún momento, dijo algo así como traductores son «los otros autores» y creo que también dijo que sin traductores no habría literatura universal. ¿Un traductor, es también un escritor?
No diría que un traductor sea un escritor, porque me parece que son dos formas de creación distintas, pero sin duda los traductores somos creadores o, dicho de otro modo, autores. Más específicamente, autores de obra derivada, como estipula el artículo 11 de la Ley de Propiedad Intelectual. Las obras derivadas son propiedad de su autor y gozan de los mismos derechos que las obras originales, así que también son objeto de propiedad intelectual. Respondiendo a la primera pregunta, creo que en este país cada vez se reconoce más a nivel público la labor de los traductores; por ejemplo —y aunque todavía hay mucho margen de mejora—, cada vez hay más medios de comunicación que mencionan a quien traduce al reseñar un libro escrito originalmente en otra lengua, cada vez más librerías incluyen la autoría de la traducción en las fichas bibliográficas de su página web, etc. Sin embargo, retomando lo anterior, el máximo reconocimiento que puede mostrarse por nuestra labor es mediante el respeto de nuestros derechos de autor (por ejemplo, que no se introduzcan en una traducción cambios que no cuenten con el visto bueno de su autor) y mediante una remuneración que nos permita ganarnos la vida con dignidad (hasta las tarifas de traducción editorial más altas son bajas, si nos ponemos a echar cuentas). En este sentido —que es el que importa, a fin de cuentas y a final de mes—, me temo que, en muchos casos, no se reconoce lo suficiente nuestra labor.

Además de lo obvio, como es el dominio de los idiomas de salida y de llegada, ¿qué características crees que debe tener una buena traductora o un buen traductor?
Conocimientos amplios de las culturas de origen y de destino; perseverancia para dar con el término preciso; curiosidad para atesorar palabras o expresiones que leemos y escuchamos y que jamás sabemos cuándo nos van a venir bien para una traducción; humildad para dudar de una misma y de lo que crees que sabes, así como para aceptar las críticas y correcciones… También está bien tener amigos con conocimientos sobre distintos ámbitos de especialización para poder recurrir a ellos cuando en una traducción nos salga, por poner un par de ejemplos arbitrarios, un término náutico o de informática.

No diría que un traductor sea un escritor, porque me parece que son dos formas de creación distintas, pero sin duda los traductores somos creadores o, dicho de otro modo, autores.

¿Qué tipo de herramientas —además de diccionarios y gramáticas— existen en la actualidad? Hablo, por poner un ejemplo, de programas tipo Trados. ¿Te sirves de ellas, te son útiles?
Yo he empezado a utilizar Trados recientemente para traducir libros y estoy muy contenta. En mi opinión, los inconvenientes son mínimos en comparación con las ventajas. Para empezar, me resulta comodísimo poder ver en paralelo el original y la traducción y, aunque no tengo datos que respalden esta afirmación, creo que el no tener que ir saltando de un archivo a otro incrementa la productividad. También es muy útil poder hacer búsquedas tanto en el original como en la traducción y ver los resultados en paralelo; por ejemplo, cuando te aparece una palabra que te ha salido con anterioridad y quieres ver cómo la tradujiste. Asimismo, crear e ir alimentando una base de datos terminológica —la versión «pro» de hacerte un glosario en Excel— puede ser útil para todo tipo de libros. No solo te aseguras de mantener la coherencia, sino que ahorras tiempo, porque puedes añadir términos nuevos muy fácilmente y luego, cuando vuelve a salirte esa palabra, el programa te sugiere la traducción y tú la introduces con un par de golpes de teclado. Es útil hasta para cuestiones que no son estrictamente terminológicas: por ejemplo, puedes guardar los nombres de los personajes para introducirlos rápidamente (y sin errores de tecleo) cada vez que aparecen. Esto se puede hacer en Word, pero de una forma mucho más farragosa. Además, aunque quizá no sea lo más pertinente en relación con la traducción de libros, utilizar memorias de traducción puede resultar útil hasta para las obras de ficción, porque al final siempre hay cosas que se repiten. Por último, me gusta mucho que el programa me vaya diciendo qué porcentaje del original llevo traducido: me sirve para organizarme y me anima a cumplir objetivos (esto último, de nuevo, intuyo que aumenta mi productividad).

Cuéntanos sobre una palabra o expresión que te haya resultado particularmente difícil traducir, ¿cómo lo resolviste?
A veces las dificultades te las presentan palabras o expresiones aparentemente inocuas. Por ejemplo, en el libro que estoy traduciendo ahora mismo, ambientado a mediados del siglo XIX, me estoy volviendo loca con la palabra gone: aparece en varios contextos distintos y tengo que dar con una traducción que valga para todos ellos. Gone es lo que dice una niña de en torno a un año al tirar una muñeca por la borda del barco en el que viaja y lo repite cuando su aya muere y se le da sepultura en el mar, gesto que todos los presenten interpretan como una despedida consciente por parte de la niña. En un principio, pensé en poner «adiós» (el narrador explica que es la primera palabra que dice en su vida, así que tenía que resultar plausible en ese sentido), pero, más adelante, se menciona que la niña «jamás volvió a decir [esa palabra]»… y no resulta creíble que nunca más diga «adiós». Después, se me ocurrió poner «abur», pero resulta que es tanto perfecta como todo lo contrario: aunque encaja perfectamente en una obra ambientada en el siglo XIX, ha caído en desuso y es probable que el lector actual solo la reconozca como una deformación de «agur» (que es de donde viene, precisamente) y ¿qué hace una niña irlandesa hablando en euskera en un barco rumbo a Canadá? A veces, das con la solución ideal, pero no la puedes poner (en ocasiones, porque es excesivamente técnica). Aún no sé cómo voy a resolver este embrollo, así que si alguien tiene alguna propuesta…

¿Qué te parece toda la controversia en torno a la traducción de la obra de Amanda Gorman? Por lo publicado en Vasos Comunicantes (revista de ACE Traductores) y visto que en las redes ha generado mucho debate entre el sector.
Me parece que nadie estaba cuestionando la capacidad de una persona en concreto para encargarse de la traducción (aunque quizás ese debería haber sido el debate, puesto que Marieke Lucas Rijneveld se dedica a la escritura, no a la traducción y, como he dicho antes, me parece que son formas de creación distintas). Como bien decía la traductora Elia Maqueda en Twitter, «[c]ualquier buen traductor debería poder hacerlo, pero en este caso parece que se busca dar visibilidad y oportunidades laborales a colectivos oprimidos, así que no sé por qué los traductores tendríamos que sentirnos ultrajados». Creo que en algunos casos se ha llevado la argumentación al absurdo: que si ya no vamos a poder traducir a Homero o a Shakespeare, que si al final solo podremos traducirnos a nosotros mismos… En este tipo de pronunciamientos detecto un afán de ridiculizar las reivindicaciones ajenas que solo puede explicar el concepto de «fragilidad blanca» analizado por Robin DiAngelo en su libro homónimo, traducido por María Enguix y publicado por Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, «un estado en el cual el más mínimo desafío a la posición blanca se convierte en intolerable y desata una serie de comportamientos defensivos, como la indignación, la argumentación, la invalidación, el silencio, el considerarse incomprendido y atacado… Reacciones todas ellas que restituyen el equilibro racial blanco y mantienen el control». Creo que, cuando alguien denuncia algo que percibe como un agravio o una discriminación, en un primer momento deberíamos escuchar más y hablar menos o, como mínimo, con prudencia, y esforzarnos por hacer un ejercicio de empatía. En cualquier caso, no me parece descabellado pensar que haya traductores o traductoras más idóneos que otros para determinados libros, por múltiples motivos.

Al hilo de esto, ¿la poesía requiere de una empatía más intensa que la prosa?
La empatía es necesaria, y mucho, para vivir en sociedad, pero no creo que haga falta para traducir (entendiendo «empatía» como la «capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos»). Si fuera así, solo podríamos traducir libros de autores con los que comulgásemos o textos que nos gustaran, y no creo que sea el caso. Para traducir poesía, creo que hay que tener conocimientos específicos tanto sobre la tradición poética en la que surge el original como sobre el sistema poético en el que se inserta la traducción. Estos conocimientos se adquieren, se cultivan, pero no son nociones mágicas e inaprehensibles. También hay que tener, creo yo, un conocimiento profundo de la fonética de la lengua del original para captar las sutilezas sonoras del poema que se traduce; algo que, de nuevo, se aprende y se cultiva. Quizás esto último no sea imprescindible, por lo general, al traducir otro tipo de textos.

¿Cuál es la traducción que más te ha gustado de las que has hecho? O de la que te sientes especialmente orgullosa. ¿Por qué?
Disfruté muchísimo (y sudé la gota gorda) traduciendo un relato humorístico de Edgar Allan Poe que se publicó en el número 35 de la revista Texturas y que estaba plagado de juegos de palabras y de todo tipo de dificultades (por ejemplo, tuve que traducir un párrafo entero usando palabras que no contuvieran más vocal que la o).
En cuanto a libros, aunque pueda parecer peloteo, creo que mi traducción favorita hasta el momento es El triunfo del huevo, sobre cuyas dificultades escribí hace un par de años para Librerantes. Aunque este título en concreto no lo conocía, Sherwood Anderson es uno de los grandes maestros de la literatura estadounidense de principios del siglo XX; yo leí Winesburg, Ohio en la carrera (estudié Filología Inglesa) y me encantó. Es mi primera traducción verdaderamente literaria y, aunque estoy segura de que ahora mismo cambiaría muchas cosas, estoy contenta con el resultado. Además, colaborar con greylock fue un placer en todos los sentidos: Susana [Romanos] me dio un plazo muy generoso que, además, tuvo el detalle de ampliar cuando se lo pedí; me pagó una tarifa estupenda; me mandó puntualmente las correcciones, y, en general, me dispensó un trato exquisito. Lo digo porque creo que, lo mismo que denunciamos en público las malas prácticas [cuña publicitaria: #MalpasoPagaYa], debemos reconocer las buenas.

Paula Zumalacárregui Martínez ha traducido para greylock: El triunfo del huevo de Sherwood Anderson (2019); junto a Itziar Hernández Rodilla, Aprender a escribir de Gertrude Stein (2021); y actualmente se encuentra traduciendo, junto a Clara Ministral, Explorations 8 de Edmund Carpenter y Marshall McLuhan, publicación prevista para marzo de 2022.

 

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