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Para leer: El hijo de Virgil Timár

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El hijo de Virgil Timár. Mihály Babits

El patio se cubrió de sombras. Ya antes se había nublado el sol, pero parecía como si eso solo ahora hubiera cobrado importancia. El inhóspito corredor, el olor infecto de las frías cocinas, los niños hambrientos comiendo palomitas, las mujeres impacientes por ver la agonía de la vecina, todos ellos estaban envueltos en una terrible opacidad.

De súbito Timár sintió, consternado, que era cura. Que era enviado de un mundo superior y que ante esos miserables ojos él significaba el consuelo del alma y la extrema unción. De repente lo llenó una tremenda vergüenza, ni siquiera él mismo sabía por qué. ¡Qué ideas le habían estado rondando por la cabeza mientras se dirigía a esa casa! Cristo había mirado a Magdalena con otros ojos. En el aire de ese hediondo patio sintió de pronto no el pecado, sino la miseria. ¿Acaso no es el pecado solo una forma de miseria? A Timár lo invadió una inmensa compasión por ese mundo pobre. Y le dolía todo, incluso el rigor con el que había pensado esa mañana en el chico que le había contestado rebelde, mientras su madre agonizaba en casa. 

Y en ese momento el muchacho abrió la puerta, la única cerrada en el patio. Al ver a su profesor dio un respingo, y sus ojos, brillantes como la flor recién regada, lo miraron temblorosos. ¿Cuántas cosas esconden los ojos de un niño? ¿Susto? ¿Alegría? ¿Desafío? ¿Humildad? ¿O agradecimiento y confianza infantiles?

―¿Por qué no me has dicho que tu madre está enferma? ―preguntó el profesor.

¿Por qué no lo había dicho? Un pudor extraño, del que apenas era consciente, había impedido que hablara de su madre. Ante cualquiera. Como si para su madre fuera una ofensa incluso el hecho de que otros pensaran en ella. Que no se acuerden de ella, que olviden que existe, que deje de existir para otros que no sea él. Despecho, cólera y una vergüenza oculta y clandestina ―toda la vergüenza del ambiente de la casa Stirling― se unían en ese amor orgulloso. Él amaba a su bella, enferma y caprichosa madre a pesar de todo. La quería con un cariño un poco tímido y disimulado, que rayaba el amor; nunca hablaba de ella, nunca invitaba a sus compañeros a casa, incluso mantenía en secreto dónde vivían.

También en ese momento se vio invadido por unos extraños y ambiguos sentimientos. Por un lado se sentía un poco avergonzado por tener que llevar a su profesor a través de la cocina a la única habitación que constituía el piso, por otro, estaba un tanto asustado. La cocina era minúscula, nadie había cocinado en ella desde que Lina estaba enferma, la usaba él para estudiar. Timár se detuvo en el umbral de la cocina y se quedó atónito. En aquel patio, mugriento y miserable, esa casa era una isla de orden y pulcritud. Era Pista, con su meticulosidad estudiantil, el que mantenía todo en orden. Timár le hizo unas preguntas al chico en voz queda.

―¿Cómo se encuentra?

―Mal.

―¿Quién está junto a ella?

―Solo yo.

―Pero tú no puedes estar siempre aquí.

―No, por la tarde doy clases.

―¿Entonces quién se encarga de ella?

―La vecina viene a verla de vez en cuando.

―¿Has llamado al médico?

―Sí, al de la cofradía.

―¿Y qué te ha dicho?

La voz del muchacho se quebró. De pronto irrumpió en llanto. Una fuente de agua caliente brotó de la tierra seca. Desde hacía semanas llevaba con soberbia una careta de hombre adulto, colocada en su rostro por un amor terco y una presunción ingenua: él era el cabeza de familia. Ahora, de pronto, se le había caído la careta y volvía a ser un niño, un niño que tenía miedo…, miedo a quedarse solo. Al oír las palabras de su profesor, un ingenuo enternecimiento se apoderó de él, su virilidad se derritió de golpe. Porque sentía a un amigo más fuerte y era un alivio por fin ser débil. Timár estaba desconcertado. Le hubiera gustado mostrarse afectuoso y paternal, tierno y consolador. Pero se lo impedía su condición de profesor. Como la armadura al caballero deseoso de abrazar a alguien, buscaba las palabras del cariño, pero solo una pregunta seca, de cura, salió por sus labios:

―¿Se ha confesado ya? ―preguntó al muchacho, que se deshacía en llanto.

Pista, como si lo hubieran sorprendido cometiendo un delito, se tragó las lágrimas. Estaba a punto de excusarse por no haber avisado al sacerdote, cuando una voz inesperada les llegó desde la habitación de la enferma. Una voz inesperada y alegre, un silbido, un chasquido, un gorgorito, como si fueran unas voces de júbilo de un travieso aprendiz, como si fueran los ecos del sol, que había vuelto a salir. Timár se quedó atónito, ¿qué hacía esa voz en la casa Stirling? A través de sus lágrimas, Pista esbozó una sonrisa involuntaria y comenzó a desahogarse, como un niño.

―¡Ay, el canario!, imagínese, ha querido que le trajera un canario.

―¿Un canario?

―Sí…, sabe usted, para ella es un consuelo oír canarios porque antes, en la casa de la abuela, solía oírlos cuando aún era niña.

Timár tuvo la sensación de que era su obligación regañar un poco al chico porque le contase semejantes intimidades. Era loable que tratara de consolar a su madre evocando recuerdos queridos, pero no debía olvidar que el verdadero consuelo para los enfermos es, al fin y al cabo, el que proporciona el sacramento del Señor. Nadie es tan fuerte como para poder prescindir de él: todos somos pecadores. Ante la reprimenda, Pista volvió a ensombrecerse, tan repentina y sinceramente como el cielo en abril. ¡Y ese era su problema más doloroso! Creía en el infierno y se imaginaba a Dios allí arriba como a un riguroso profesor eclesiástico, que juzgaba según leyes establecidas y reglas de disciplina. Quizá hasta el arrepentimiento es inválido si no está acompañado por la ficha de confesión. ¿Pero llamar a un cura? ¿Para que trajera el olor y el color de la muerte a la que de todas formas tenía tanto miedo ella? ¿Aceites y palabras latinas que sonaban a cementerio? Aún no había pisado cura alguno la casa Stirling sin que el huesudo verdugo le hubiera seguido las huellas. Y lo que no se atrevió a confesarle a Timár era que no estaba seguro de si a su madre le apetecería ver al cura o no, porque, sinceramente, era poco beata. Le había llevado flores y un canario, pero durante todo el tiempo lo había agobiado cierto remordimiento —porque el orden de Dios es extremadamente duro—, no fuera que por la debilidad del hijo, que solo quería protegerla, castigaran a la madre en ese mundo del que no había regreso.

¡Cómo le torturaba a Pista pensar aquello! Y ahora, por un momento volvió a abatirle el remordimiento. Sin embargo, al rato ya sonreía detrás de las lágrimas. En ese instante Virgil le pareció un redentor, un adulto paternal, que simplemente viene, habla y el terrible dilema del niño ya está resuelto. Sacerdote, profesor, amigo íntimo… Un minuto, una idea, y de súbito Timár, sin darse cuenta, se encontraba ya ante la enferma.


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Sobre la obra

«No habrá para ti otros dioses delante de mí» Primer mandamiento de la doctrina católica

¿Cuál es el verdadero y único amor? Se pregunta Virgil Timár, un monje que busca qué amar más allá de su vida anclada a Dios y que parece que ha encontrado una respuesta en la paternidad sobrevenida de Pista Vágner, estudiante huérfano al que adopta como hijo espiritual, al que cría, él, Timár, padre espiritual, con ternura temblorosa de Dios en una lucha silenciosa entre padre putativo y padre biológico, entre espíritu y materia, entre el Todopoderoso y lo humano, encarnación de la dualidad de la vida, llena de huecos y profundidades.

Sobre el autor

Mihály Babits (1883-1941), poeta, escritor, traductor e historiador literario, fue una destacada personalidad de la literatura húngara del siglo xx, perteneció al grupo literario vinculado con la revista Nyugat (Occidente) de la que llegó a ser editor jefe de 1929 hasta 1941, año de su muerte y también último año en el que esta fue publicada.

Babits estudió literatura húngara y clásica en la Universidad Eötvös Loránd entre 1901 y 1905, allí conoció a Dezső Kosztolányi y Gyula Juhász. Fue profesor en escuelas secundarias provinciales y tras la revolución de 1918, logró una plaza como profesor de literatura universal y de literatura húngara en la Universidad de Budapest, puesto del que fue pronto apartado por sus opiniones pacifistas tras la caída del gobierno revolucionario.

A partir de entonces, dedicó todas sus energías a la literatura. Su reputación literaria como poeta comenzó a formarse en 1908. En ese año realizó el primero de sus viajes por Europa y se interesó profundamente por la figura de Dante, cuya Divina Comedia tradujo al húngaro (Infierno en 1913, Purgatorio en 1920, y Paraíso en 1923). Babits era un poeta intelectual cuyo verso es difícil de entender.

Centrado en sí mismo y retraído en su primera etapa, más tarde dirigió su atención a los problemas sociales contemporáneos. Como narrador, Mihály Babits escribió varias novelas que fueron muy celebradas por los lectores y la crítica de su tiempo. Entre estas narraciones, cabe recordar El califa cigüeña (1916), El castillo de naipes (1921), El hijo de Virgilio Timar (1922) y Los hijos de la muerte (1927).

Mihály Babits también fue uno de los mejores ensayistas de la Hungría moderna, y sus novelas y cuentos fueron expresiones importantes de la búsqueda de los intelectuales húngaros en pos de su lugar en una sociedad cambiante. Especialmente revelador de su actitud hacia la responsabilidad de los artistas creativos es su ensayo de 1928, Az írástudók árulása (La traición de los intelectuales), que tomó su tema así como su título de La trahison des clercs de Julien Benda (1927).

La conciencia de Babits sobre el fermento intelectual y artístico del siglo XX se evidencia en las numerosas revisiones y ensayos críticos que publicó. Entre ellos, conviene recordar igualmente los titulados Problemas literarios (1917) y Pensamiento y escritura (1922), así como una ambiciosa, extensa y rigurosa Historia de la literatura europea (1934-35).

También en librerantem, del miso autor: El califa cigüeña

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