Cartas portuguesas de Sor Mariana Alcoforado (atribuidas)
—Por José António Falcão
La madre Alcoforado y la obra asociada a su nombre, aún hoy objeto de más traducciones que Los Lusiadas o Los Maias, son parte indiscutible de un patrimonio universal. De hecho, son inmensas sus repercusiones, como fuente inspiradora o referencia creativa, en la literatura y en otras esferas del arte y del pensamiento, un fenómeno que arrancó con la primera publicación de las misivas (y a partir de ahí no ha hecho más que intensificarse alcanzando el paroxismo en la época contemporánea). Los siglos XX y XXI han confirmado —retomando una expresión de Ana Alexandra Seabra de Carvalho— el paso de la religiosa del anonimato «al centro de atención».
Si el estilo de las cartas no dejó de provocar, tempranamente, alguna polémica, la primacía de las manifestaciones naturales y espontáneas en ellas patente les imprime una autenticidad y una vivacidad difíciles de superar. Llevada hasta el límite, la intensidad de su experiencia humana evidencia una pasión tan completa que atraviesa los siglos sin mancha y sin perder el calor original, dialogando con todas las épocas (y en todas las geografías) con una actualidad impresionante, incluso si tenemos en cuenta el uso de un lenguaje de época en que abundan los arcaísmos.
Aunque el sentido de la realidad, en este ejercicio de inconsciente autoanálisis, acabe imponiéndose, la candidez absoluta, el sofisticado afecto y la entrega total de la protagonista constituyen las notas dominantes. Como destacó Prestage, son ellas las que maravillaron y suscitaron la admiración de grandes espíritus —y de grandes creadores—, desde Mme de Sévigné a W. E. Gladstone. Se entiende, por todo ello, que un brillante traductor de las cartas de la monja al portugués, Eugénio de Andrade, evitase tomar partido en la querella respecto a su atribución.
Su amor resplandece con luz propia en la constelación de los grandes afectos femeninos
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