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Los buenos libros y la inevitable infelicidad de la vida

Artículo publicado en nuestra revista gratuita en papel #somoslibrerantes 1.

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Por Alfonso Armada

Nos gusta engañarnos. Porque pensamos que así es más fácil vivir. Y puede que lo sea. A corto plazo. ¿Qué es como vivimos? Día tras día. Hora tras hora. Con la conciencia a menudo anestesiada, o en modo durmiente, para no tener que estar escuchándola a cada instante, como una supervisora implacable. En las películas de dibujos animados se escenificaba ese combate de boxeo que se libraba en nuestra cabeza por medio de dos ángeles que trataban de persuadir a nuestra voluntad para que obrara bien o para según el principio del placer que no admite la menor traba. Ahora he decidido poner en sordina a los dos (aunque hace tiempo que no me vienen a visitar. ¿Será que la presencia de los ángeles en el teatro de nuestra conciencia tiene que ver con nuestra fe, con nuestras creencias, y en la medida en que se diluye o se extingue dejan de venir a compartir con nosotros la idoneidad de nuestras decisiones, si son morales o no?) hasta que cumpla con la encomienda que me hizo quien alienta esta revista. Explicar brevemente por qué los libros son imprescindibles para vivir.

No lo son. Se puede vivir perfectamente sin libros. Claro que la vida será mucho menos valiosa, entretenida, consciente, honda, paradójica, crítica, amena, prismática, estereofónica, entusiasta, triste… Una vida sin libros… No consigo imaginármela, quizá porque los libros me han acompañado durante más tiempo que nadie, en más estricto y amoroso silencio, y me han interrogado, interpelado, emocionado, herido, aburrido, ensimismado, cambiado, destrozado, amparado, deslumbrado, animado… Los libros son la experiencia real de conversación que se puede mantener a pecho descubierto con otra alma, con otra mente, durante días, semanas, meses, años, vidas, y con una desnudez, verdad, intimidad, desolación, humor y carnalidad que con nadie, aunque luego nos servirán para llevar esa experiencia interior a la vida, y de la vida someterla de nuevo al escrutinio de los libros en un viaje de intensa y condensada ida y vuelta hasta que se aflojen los esfínteres cerebrales y perdamos la conciencia y la consciencia. Y ya dé lo mismo vivir o morir.

A Leopardi, como a Dante, empecé a leerle demasiado tarde, pero no por eso he permitido que la pesadumbre retrospectiva se apodere de mi ánimo, porque me consuelo pensando que si no llegaron antes a mi vida es porque no era el momento, pensamiento nada científico, y puede que claramente falso, pero me sirve para no llorar por la leche derramada hace décadas, o por el vino no bebido hace décadas. Porque el momento es ahora. Escribió Leopardi algo que los publicistas, novelistas, críticos, periodistas, pero sobre todo ministros de Enseñanza y Formación del Espíritu Nacional y maestros que no lo son desdeñarían por peligroso y desalentador. Para Leopardi, los buenos libros «nos hacen sentir la inevitable infelicidad de la vida, incluso cuando expresan la más terrible desesperación». ¿No importa? No importa. No nos engañemos. Eso es lo que de verdad importa. El sentido de la vida no es ser felices, maldita sea.

Despacio. ¿Esta vez vas a ir despacio? Se trata de que el lector que meta los dedos aquí se quede pegado como el niño al enchufe. Pero no para que sufra mientras se le fríen los sesos, sino para invitarle a internarse en un jardín que se ha convertido en selva y que, tras el seto tupido en el que encontramos mimbres, bambúes, helechos arborescentes, ramas inextricables e inexplicables de secuoyas milenarias, acabemos metiéndonos en una senda que nos va a llevar por ejemplo a la infancia, por ejemplo al otro lado del espejo, por ejemplo a la primera habitación de hotel que compartimos con un cuerpo desconocido, a una veranda, a un lentísimo viaje en barco que no recordábamos haber hecho jamás…

Los libros. Me dan ganas de levantarme de la mesa del comedor de la nueva casa a la que nos hemos mudado para poder resistir el embate de la pandemia y coger el primer tomo de los Episodios Nacionales y embarcarme por segunda vez en Trafalgar y no dejar de leer hasta que se me quemen los ojos, hasta que todos estemos vacunados, hasta que se despeje el horizonte. Pero no lo voy a hacer porque tendría que dejar de leer todo lo que quiero leer ahora y sé que Benito Pérez Galdós es tan adictivo como algunas de las drogas más poderosas que nunca he querido probar por miedo a convertirme en un adicto, pero desde luego capaces de hacerte viajar (hablo de las novelas de Galdós) más lejos, más adentro, durante más tiempo y con efectos secundarios mucho más perdurables y benéficos que cualquier otra sustancia que te metas en el alma y en el cuerpo. ¿Cómo persuadir al que nunca se dejó arrastrar por el veneno de los libros que se está perdiendo una de las experiencias más enriquecedoras y maravillosas de la vida?

Este texto es uno de los contenidos de nuestra revista en papel. Tal vez aún queden ejemplares en tu librería. Es gratuita.

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