La aventura editorial de ‘El diente de la ballena’, por su autor
El diente de la ballena es un libro que publicó El País Aguilar en 1999. Como rezaba el antetítulo de aquella edición, se trataba del relato de tres viajes nómadas a los confines de América, África y Asia. Era un libro que seguía la estela del éxito literario de Javier Reverte y su serie africana. De hecho, vio la luz gracias a la inconsciencia de Reverte, que cometió la osadía de pedirme que le presentase el libro Vagabundo en África en la librería Altaïr de Madrid. No recuerdo lo que dije, y espero que él tampoco. Fue un jueves por la noche y el viernes por la mañana me llamó su editor, Adolfo García Ortega. «Me ha dicho Javier que estás escribiendo un libro de viajes…», me preguntó. «Bueno, eso quiero. Sólo tengo treinta páginas… son tres viajes y aún me falta uno…», contesté. «¿Cuándo puedo leer lo que tienes?». Vivía entonces a unos cientos de metros del edificio de la editorial, nos separaba tan sólo la M30. Creo que batí el record del mundo de cruce de autovía con original bajo el brazo. En siete minutos y medio, Adolfo tenía delante los treinta folios, que leyó en mi presencia. De vez en cuando, levantaba la cabeza y me miraba muy serio. El relato, sin alcanzar la mordacidad de Groucho ni la ironía de los cuentos de Woody Allen, pretendía ser divertido. Pero a Adolfo no le estaba haciendo ni puñetera gracia. Ante sus miradas inquisidoras yo sonreía con la certeza de haberla cagado. ¿A quién se le ocurría jugársela con un texto en esas condiciones? Sólo a un novato impaciente. Al terminar con la última página, García Ortega seguía sin expresar ningún sentimiento digno de mención. A mí, al menos, ya me había desaparecido la estúpida mueca de la cara. Los dos estábamos serios. «Necesito trescientas páginas como éstas, y las necesito para diciembre como muy tarde. ¿Puedes hacerlo?». No podía. El verano se echaba encima, en julio me marchaba a Mongolia para realizar el último viaje y no empezaría a escribir ese relato y los dos anteriores hasta finales de septiembre. Tendría sólo un par de meses para redactar doscientas setenta páginas. «Cuenta con ellas», le dije. Viajé, volví y me encerré en una habitación en la que dormía, comía y escribía sin parar. Engordé seis kilos. Sólo salí de allí para ir al baño, y la calle la pisé en apenas media docena de ocasiones.
Así fue como, producto de una mezcla de osadía e inconsciencia, logré publicar mi primer libro. Y no es una mala fórmula, más bien al contrario. Ha dado resultados siempre extraordinarios. Es una fórmula que ha inspirado a los mayores cenutrios de la historia y también a empresas fantásticas, aventuras que guiadas por el álgebra y la geometría jamás se hubiesen producido. La mía no era una empresa fantástica, más bien la de un cenutrio que había alcanzado los rincones más recónditos del planeta viajando en solitario y viviendo de la hospitalidad de la gente. La idea era muy sencilla: si alguien como yo puede llegar hasta allí, cualquiera puede hacerlo. Y quería contarlo con sencillez y sentido del humor. La vida es un drama disfrazado de comedia y el relato de viajes una forma como otra cualquiera para expresarlo.
El libro salió a la venta pocas semanas después de mi retiro monástico y fue un éxito relativo: se vendieron un par de ediciones de pasta dura más otra de bolsillo en un tamaño lo suficientemente grueso como para calzar sin problemas cualquier tipo de electrodoméstico. Los amigos me alabaron, los críticos me ignoraron y, como es ley de vida literaria, pocos meses después, el libro dormitaba el sueño de los olvidados en el fondo de las estanterías menos transitadas de algunas librerías. Su muerte fue tan lenta y segura que no llegó ni a ofrecerse por tres euros en las cestas de los VIPS. Nunca lo encontré en la Cuesta de Moyano ni en las librerías de segunda mano de Madrid o Barcelona. Sólo lo veía en casa de mi madre o en la de algún amigo compasivo que lo sacaba a la luz cuando iba a visitarlo. Bueno, miento, una vez observé a una chica en el metro leyéndolo. La acompañé de incógnito durante media docena de estaciones y, al igual que Adolfo García Ortega, no se rió ni una sola vez. Quizás no era tan chisposo como decían los amigos.
Unos años después me llamaron de la editorial para comunicarme que tenían en su bodega varios cientos de ejemplares y que estaban obligados a hacerme saber que próximamente procederían a destruirlos. Sabía que esas cosas pasaban, pero me resistí con vehemencia. Pedí que me los diesen. Se negaron. El argumento era paradójico. Si me los daban, podría venderlos, aspecto que no figuraba en las reglas del juego. Mi intención no era ésa, pero la mínima posibilidad de que ocurriese les ponía los pelos fiscales de punta. Preferían acabar con ellos a que yo les diese cualquier tipo de vida. Me imaginé a García Ortega, buen novelista y mejor tipo, y sus secuaces, disparando uno a uno a cada ejemplar de El diente de la ballena. Pude salvar del pelotón de fusilamiento cien libros que he ido regalando con cuentagotas a lo largo de estos años. Aquel asesinato premeditado y alevoso, desconozco si fue nocturno o diurno, tenía, al menos, un perfil positivo: podía recuperar los derechos y hacer con el texto lo que me diera la gana. Y eso estoy haciendo ahora, lo que me da la gana: volver a editarlo, sin presiones, sin objetivos, como excusa para recuperar un tiempo y unos viajes que se han instalado en mi memoria como el tiempo y el espacio que representan la felicidad. Después, he realizado docenas de viajes, otros libros y algunas películas con el viaje siempre como punto de referencia, pero ninguno me ha provocado la sensación de libertad de aquellos tres. Eso sí, aunque no soy supersticioso, sigo viajando con mi diente de ballena en la mochila. Una vez lo olvidé y estuve a punto de perder el avión ante la necesidad de regresar a casa a por él. Aquí os dejo vuestro diente de ballena, el de papel. Y, por favor, si alguien ve a García Ortega, dígale que siempre le estaré agradecido por premiar la osadía y la inconsciencia de un cenutrio que vive a impulsos de entusiasmo. En el fondo, y aunque no se ría, Adolfo es también un niño obligado a jugar con las reglas de los adultos.
[Nota de la casa: El diente de la ballena (Varasek, 2011) se agotó en nada y menos; no hay ejemplares no porque hayan sido destruidos: es un libro que ha comprado y disfrutado mucha gente. Tal vez consigamos liar a Varasek para que lo reedite en papel. En ello estamos. De momento, para abrir boca, sí hemos conseguido un ebook [aquí] con el texto íntegro, tal cual fue concebido por Chema. Tenemos la palabra de la editorial —o, bueno, parecido— de que si funciona bien la versión electrónica lo publican en papel, como los libros bonitos. Así, que, hala, que no son nada más que tres euros. Un regalo.]
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