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  • Escrito en rojo. Por Emma Goldman

Escrito en rojo. Por Emma Goldman

  • Stirner
  • octubre 19, 2021
  • 9:36 am
  • No hay comentarios

¡Prende alto, oh vigorosa llama!
Hacia la inmensidad del cielo, donde todos puedan verte.
¡Esclavos del mundo! Nuestra causa es la misma;
Una es la inmemorial vergüenza;
Una es la lucha, y en nombre de una sola —la humanidad—
combatimos para liberar al hombre.
—Voltairine de Cleyre

La conocí por vez primera —a ella, la anarquista más brillante y talentosa que haya producido América— en Filadelfia, en agosto de 1893. Yo había ido a la ciudad para pronunciar un discurso ante los que se habían quedado sin empleo durante la gran crisis de ese año, y estaba deseando visitar a Voltairine, de cuyas excepcionales dotes como ponente había oído hablar en Nueva York. Me la encontré enferma en cama, con la cabeza cubierta de hielo y el rostro marcado por el sufrimiento. Aprendí que esta circunstancia se repetía tras cada aparición pública de Voltairine: la dejaba postrada durante días, en sostenida agonía, rendida a cierta disfunción del sistema nervioso que había desarrollado en su infancia temprana e iba a peor con los años. Debido al evidente tormento de mi anfitriona, y a pesar de que ella, en alarde de un gran coraje, hacía lo posible por ocultármelo, no me entretuve en esta primera visita. Pero el destino hace gala de un humor extraño. En la tarde de aquel mismo día, Voltairine se vio obligada a arrastrar su quebradizo y atribulado cuerpo hacia una sala atestada de gente y con escasa ventilación, a fin de prestar declaración a mi favor. A instancias de las autoridades de Nueva York, los guardianes de la ley y el desorden de Filadelfia me habían arrestado según me disponía a entrar en la sala de conferencias, para después llevarme a la comisaría de la Ciudad del Amor Fraternal.

Volví a ver a Voltairine en la penitenciaría de la isla de Blackwell. Fue ella, que había venido a Nueva York para impartir su clase magistral, En defensa de Emma Goldman y la libertad de expresión, quien se acercó a visitarme. Desde entonces y hasta sus últimos días, nuestras obras y nuestras vidas confluyeron con asiduidad, a menudo en armoniosos encuentros y otras veces en la distancia, pero siempre con Voltairine grabada en mi retina como una personalidad enérgica, una mente brillante, ferviente idealista e incansable luchadora, una compañera denodada y leal. Además del amor y la admiración de sus amigos, su extraordinaria capacidad para someter los impedimentos físicos, la que era su característica más notable, le hizo valerse incluso el respeto de sus enemigos. En su revelador ensayo, La idea dominante, se encuentra una de las claves de ese poder que habitaba en su frágil cuerpo.

«En todo lo que vive», escribe, «si uno mira con atención, se perfila una idea; una idea, viva o muerta, a veces más intensa cuando muerta, con trazos rígidos e inquebrantables que preñan la viva imagen con la apariencia severa e inmutable de los muertos. A diario nos movemos entre estas sombras inflexibles, menos perceptibles, más duraderas que el granito, imbuidas en la negrura de los tiempos, dominando cuerpos vivos y cambiantes con almas muertas e inmutables. Y también conocemos de almas vivas que dominan cuerpos que se apagan, ideas vivas que reinan sobre la decadencia y la muerte. No piensen que hablo sólo de la vida humana. La huella de la persistencia o de la voluntad itinerante se ve en la brizna de hierba enraizada en su porción de tierra, así como en las telarañas que flotan y se suspenden muy por encima de nuestras cabezas, en el mundo libre del aire».

Para ilustrar esta voluntad persistente, Voltairine cuenta la historia de las enredaderas de campanillas que se entrelazaban en la ventana de su habitación, y «cada día se ondulaban y mecían al viento, sus blancos rostros salpicados de púrpura hacían guiños al sol, radiantes de su vida trepadora. Entonces, de repente, sobrevino el infortunio: algún gusano cortador o un niño travieso arrancaron un tallo, el mejor y más ambicioso de los que había, por supuesto. En pocas horas, las hojas pendían flácidas, el tallo leñoso se marchitaba y empezaba a palidecer, en un día estaba muerto; por completo salvo la copa, que aún se aferraba ansiosamente a su soporte, con la cabeza radiante y alta. Me entristecí un poco por los capullos que ya no podrían abrirse, y sentí lástima de aquella orgullosa enredadera cuya obra se había perdido para el mundo. Pero la noche siguiente hubo una tormenta, una tormenta fuerte y abrupta, de lluvia incesante y relámpagos cegadores. Salí de la cama a presenciar los destellos, ¡y hete aquí el milagro del mundo! En la oscuridad de la medianoche, en la furia del viento y la lluvia, la enredadera muerta había florecido. Cinco flores orientadas hacia la luna volaban alegremente alrededor del esqueleto de la enredadera, devolviendo triunfantes el brillo al rojo relámpago… […]».

La idea dominante ha sido el leitmotif a lo largo de la extraordinaria vida de Voltairine de Cleyre. Aunque hostigada permanentemente por sus problemas de salud, que mantuvieron su cuerpo cautivo y acabaron por matarla, la idea dominante le insufló energías para elevar sus esfuerzos intelectuales a cotas cada vez mayores de un ideal exaltado, y endureció su voluntad para remontar todas las dificultades y obstáculos en tan sufrida vida. Una y otra vez, en días de insoportable tormento físico, en periodos de desesperación y zozobra espiritual, la idea dominante dio alas al espíritu de esta mujer, alas para alzarse por encima de lo inmediato, para vislumbrar una perspectiva radiante de la humanidad y dedicarse a ella con todo el fervor de que la intensidad de su alma era capaz. Podemos entrever el sufrimiento y la miseria que fueron suyas durante toda su vida a partir de sus escritos, particularmente en su encantadora historia Las penas del cuerpo:

«Nunca he querido otra cosa que no tengan ya las criaturas salvajes», relata, «una amplia bocanada de aire limpio, un día para tumbarme en la hierba de vez en cuando, sin nada que hacer más que escurrir briznas entre mis dedos, y mirar tanto tiempo como quiera la gran bóveda azul, así como las tramas verdes y blancas que se entrecruzan por el camino; desaparecer durante un mes para flotar y flotar a través de crestas saladas y entre la espuma, o para rodar con mi piel desnuda por las límpidas y largas franjas de arenas tostadas por el sol; comida de mi gusto, sacada de un suelo estupendo, y tiempo para saborear su dulzura, y tiempo para descansar después; dormir cuando me apetezca, y en silencio, que el sueño me abandone a su antojo, no demasiado pronto… Eso es lo que yo querría —esto, y poder relacionarme en libertad con mis semejantes—… no amar y mentir, y avergonzarme, sino amar y decir que te amo, y estar orgullosa de ello; sentirme inundada por las corrientes de diez mil años de pasión, cuerpo a cuerpo, al encuentro de lo salvaje. No había pedido más.

Pero no lo he logrado. Sobre mí pesa el yugo de esa tirana implacable, el alma, y no soy nada. Me llevó a la ciudad, donde el aire es fiebre y fuego, y dijo: “respira esto”. Tenía que aprender; no puedo aprender en las tierras baldías, los templos están aquí. “Quédate”. Y cuando mis pobres pulmones, asfixiados, hubieron jadeado hasta que mi pecho parecía a punto de estallar, el alma dijo: “Te concederé pues una o dos horas; vamos, llevaré un libro y me quedaré leyendo entretanto”.

[…]

Y yo he cedido siempre, callada, sin alegría, encadenada, he pisado el mundo que el alma había elegido para mí… Ahora estoy rota antes de tiempo, falta de sangre, de sueño, sin aire —medio ciega, atormentada en cada una de las articulaciones, temblando como un flan—».

Y aun atormentada y hecha polvo, con una vida privada de música, de la gloria del cielo y del sol, y su cuerpo en diaria sublevación contra su tiránica maestra, el alma de Voltairine venció, la idea dominante le dio fuerza para seguir y seguir hasta el final.

Voltairine de Cleyre nació el 17 de noviembre de 1866 en la ciudad de Leslie, Michigan. Su ascendencia por parte de padre era francoamericana, y puritana por parte de madre. Sus tendencias revolucionarias fueron transmitidas por herencia, habiendo estado tanto su abuelo como su padre imbuidos con las ideas de la Revolución de 1848. Pero mientras que su abuelo se mantuvo fiel a las primeras influencias, incluso colaborando hasta sus últimos días con la red ferroviaria subterránea para esclavos fugitivos, su padre, August de Cleyre, que en sus inicios había sido librepensador y comunista, volvió en la última etapa de su vida al regazo de la Iglesia católica y se convirtió en un apasionado devoto, tan apasionado como lo había sido de joven en el lado contrario. Tal había sido su celo librepensador que cuando nació su hija la llamó Voltairine, en honor al reverenciado Voltaire. Al retractarse, sin embargo, se obsesionó con la idea de que su hija debía hacerse monja. Un factor que pudo haber contribuido a ello fue la pobreza de los Cleyre, a resultas de la cual la pequeña Voltairine se vería abocada a vivir una vida de todo menos feliz en sus más tiernos años. Pero ya incluso en su infancia ella se había mostrado poco preocupada por las cosas externas, absorta casi por completo en sus propias fantasías. La universidad le producía una gran fascinación, y derramó amargas lágrimas cuando le fue denegada la admisión a causa de su extrema juventud.

En cualquier caso, pronto se salió con la suya, y a la edad de doce años se graduó con honores en la escuela de gramática, y muy probablemente habría desbordado a la mayoría de mujeres de su tiempo, en conocimientos y aprendizaje, de no haberle sobrevenido la primera gran tragedia de su vida, una tragedia que quebró su cuerpo y dejó una cicatriz permanente sobre su alma. Con la rotunda desaprobación de su madre, que, como integrante de la Iglesia presbiteriana, luchó —en vano— contra la decisión de su marido, Voltairine fue internada en un monasterio. En el Convento de Nuestra Señora del lago Hurón, en Sarnia, Ontario (Canadá), dieron comienzo los cuatro años de calvario para la persona que en el futuro se rebelaría contra toda superstición religiosa. En su ensayo La forja de un anarquista describe gráficamente el terrible suplicio de aquellos días:

Cómo me compadezco ahora, cuando viene a mi memoria esa pobrecita alma solitaria, haciendo la guerra por su cuenta en las tinieblas de la superstición religiosa, incapaz de creer o temer ni por un instante la condena abrasadora, salvaje y eterna que le espera si no confiesa y se retracta en el acto. Qué bien recuerdo la acerba energía con que me zafé del requerimiento de mi profesora, cuando le dije que no querría disculparme sólo de boquilla por una falta que no consideraba como tal. «No es necesario», decía ella, «que creamos siempre en lo que decimos, pero hemos de obedecer a nuestros superiores». «No mentiré», me acaloraba yo, ¡y a la vez temblaba por miedo a que mi desobediencia me hubiera consignado de manera definitiva al tormento! […] Había sido como el valle de la sombra de la muerte, y aún hay blancas cicatrices en mi alma, donde la ignorancia y la superstición me abrasaron con su fuego infernal durante aquellos días de asfixia. ¿Soy blasfema? Son sus palabras, no las mías. Al margen de esa batalla de mis años de juventud, el resto de mis días han sido fáciles, puesto que, por mucho de que careciera, mi voluntad era suprema. No ha debido lealtad alguna, y nunca lo hará: se ha movido constantemente en una sola dirección, hacia el conocimiento y la aserción de su propia libertad, con toda la responsabilidad que conlleva.

[…]

Durante muchos años creyó haber encontrado la respuesta a su búsqueda de la libertad en la escuela anarquista individualista representada por la revista Liberty de Benjamin R. Tucker, y en las obras de Proudhon, Herbert Spencer y otros teóricos sociales. Pero más tarde se desprendió de todas las etiquetas y se definió simplemente como anarquista, pues sentía que «sólo la libertad y la experimentación pueden determinar el mejor modelo económico para la sociedad».

Los trágicos sucesos de Chicago, del 11 de noviembre de 1887, despertaron en Voltairine de Cleyre el primer impulso hacia el anarquismo. Al condenar al patíbulo a los anarquistas, el Estado de Illinois había presumido con fatuidad de haber acabado también con la idea misma por la que habían muerto. ¡Qué error más absurdo, constantemente repetido por aquellos que ocupan el trono de los poderosos! Los cuerpos de Parsons, Spies, Fisher, Engel y Lingg apenas se habían enfriado cuando ya había nacido una nueva vida que proclamara sus ideales.

Como la mayoría de gente en América, Voltairine, envenenada por la perversión de los hechos en la prensa de la época, se unió por primera vez al grito, «¡Que los cuelguen!». Pero era la suya una mente intrépida, que no se contentaba con las meras apariencias. Pronto vino a lamentar sus prisas. En su primera alocución, con ocasión del aniversario del 11 de noviembre de 1887, Voltairine, siempre escrupulosamente honesta consigo misma, declaró públicamente cuán hondamente se arrepentía de haberse unido al grito de «¡Que los cuelguen!», el cual, viniendo de alguien que por entonces ya no creía en la pena de muerte, parecía cruel por partida doble.

«No habré jamás de perdonarme por esa frase ignorante, exaltada y sedienta de sangre», dijo, «aunque sé que los hombres que murieron me habrían perdonado. Pero mi propia voz, tal y como sonó aquella noche, sonará en mis oídos hasta el día en que me muera —vergüenza y un amargo reproche—».

De la muerte heroica en Chicago emergió una vida heroica, una vida consagrada a las ideas por las que se dio muerte a aquellos hombres. Desde aquel día hasta el final, Voltairine de Cleyre puso su poderosa pluma y su enorme maestría oratoria al servicio del ideal que se había convertido para ella en la única raison d’être de su vida.

[Puedes seguir leyendo el prólogo de Escrito en rojo aquí]

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