5
El ruido de un carromato atronó desde el bosque y sacó a Rein de sus ensoñaciones.
—Están debajo del pino jorobado —murmuró entre dientes, refiriéndose al viejo árbol que crecía, ya medio seco, allí donde el camino se bifurca en dos ramales, uno grande que se desvía a la derecha en dirección a la aldea y la carretera, y una veredita más estrecha que pasa por detrás del portal de entrada a Katku y lleva hasta Mädasoo, Metstoa y Põrgupõhja.
Sí, por supuesto, el murmullo del carro tenía por fuerza que venir de allí, del punto donde se eleva el pino encorvado. En ningún otro sitio hay árboles con raíces que sobresalgan tanto, lo suficiente para convertir el murmullo de ruedas en un estruendoso traqueteo. Vamos, que debían de estar a apenas un cuarto de versta, o lo que es lo mismo rozando el cercado de Kõrboja, casi girando ya y entrando por la verja. Todo esto suponiendo, claro, que se tratara de una carreta de las suyas, enganchada a un caballo de los suyos; suponiendo que quienes se acercaban eran personas de la casa.
Rein nunca había esperado a su hija con una expectación parecida a la de hoy. Ni siquiera la vez que ella regresó a la casa de su infancia después de pasar tantos años fuera. Y es que hoy, el regreso al hogar de la hija tiene que ver con un viraje singular en la vida de Rein, que marcará del todo su futuro. Este cambio de rumbo va a ser al menos igual de fuerte y de perturbador que el que tuvo lugar años atrás, cuando ante la insistencia del hermano, él renunció a su puesto de maestro y se estableció en Kõrboja para ejercer en adelante de amo de la hacienda. Más fuerte y más perturbador, también, que lo sucedido al morir el hermano, cuando heredó Kõrboja, la casa y todas las tierras. Aunque en aquel entonces Rein no era aún, como lo es ahora, un elemento del paisaje de aquel pago recóndito y boscoso, ni tampoco era cuestión —como lo es ahora— de meterse las manos en los bolsillos y cederles el paso a otros para que tomaran el testigo.
Lo que despertaba en Rein esa expectación tan singular era el hecho de no saber cómo había respondido su hija a la propuesta: ¿estaría de acuerdo con volver a Kõrboja, y con qué condiciones? Rein no tenía ni la menor idea de los planes de su hija, porque la carta que le había dirigido contenía una réplica mínima: sí, llegaría tal día, en tal o cual tren, mandadme por favor un caballo a la estación. Esta carta, tan parca en palabras, hizo que a Rein le volvieran a la cabeza las certeras palabras de Madli, cuando comentó que Anna tenía una sangre distinta a la de la familia.
Pero el padre tampoco podía hacerle mayores reproches a Anna en lo referente a la tibieza con la que se lo tomaba todo, tanto las cosas de Kõrboja como sus propuestas: ¿qué era Kõrboja para ella, al fin y al cabo? ¿Había nacido o crecido allí? ¡No! Anna había nacido varias decenas de verstas más allá, en la llanura, rodeada de tres pueblos importantes, en la casa del maestro de escuela, y cuando llegó a Kõrboja ya era una chiquilla bastante mayor. Además, tampoco es que hubiera podido pasar mucho tiempo en la finca, eso no fue posible debido al calendario escolar, que apenas le permitía pasar un par de meses de verano en las tierras del padre; luego, cuando acabó el colegio, no tardó en volar de la patria chica como tantas otras de sus condiscípulas, que abandonaron igualmente la capital después del liceo para ir en busca de fortuna y un buen futuro.
—Escucha, ¿ya has decidido algo? —le preguntó Rein a su hija una vez se quedaron solos—. ¿Qué me respondes a lo que te dije en la carta?
—Es difícil responder a esa carta, padre —contestó la hija—. A mí también me gustaría saber qué haría usted si yo dejase esa carta sin responder, si no aceptase la oferta y dejase a Kõrboja en la estacada.
—En ese caso tendré que venderla o arrendarla —dijo el padre—. Madli y yo ya no llegamos, no podemos hacer frente a todas las faenas, Kõrboja no es una finquita con cuatro coles de nada, ni una cabaña en mitad del bosque. Como tú bien sabes, esto era en su momento la reserva señorial de una gran mansión. Cuando Oskar la compró la concibió así, como una finca solariega, y conforme a eso lo planificó y lo organizó todo. Si él no hubiese muerto, las cosas se habrían desarrollado de manera distinta, eso por descontado, pero yo ya no podía dar más de mí entonces, y ahora puedo dar todavía menos. Si lo miras bien, la gran desgracia fue esa, que un cascajo como era y sigue siendo Kõrboja le cayera encima a una persona de mi edad. Y como además resulta que no tengo descendencia que me tome el relevo, el desastre será total. Si tú rechazas Kõrboja hoy mismo, la finca pasará a manos de extraños, eso es necesario que lo sepas.
—Y lo sé —repuso Anna—, pero tenía la esperanza de que me dieses un par de años más de plazo. Aunque sinceramente no sabría decirte para qué quiero ese par de años. En cierta manera sería una lástima enterrarme en vida en esta espesura apartada de todo; soy lo bastante lista para darme cuenta de eso, de que si vuelvo aquí, Kõrboja se me tragará por completo, porque no tendría sentido regresar para otra cosa, aparte de dejar que se me trague.
El autor
Anton H. Tammsaare (1878-1940) es el gran patriarca de la literatura estonia y, sin duda, el escritor más famoso de Estonia. Sus obras están llenas de paradojas y sus héroes —con su inconsistencia interior pero creyendo en un renacimiento eterno— van más allá de la gente común, viviendo al mismo tiempo en su propio tiempo y estrechamente conectados con la historia de Estonia y con la eternidad.
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