Contarini y Venecia. Venecia y Contarini. Por Esther Peñas
Contarini es Venecia misma
[Con motivo de la publicación de la 2ª edición de este libro maravilloso, recuperamos la pieza de Esther Peñas tras la reunión de nuestro No-Club de lectura]
Nuestra segunda cita del club de lectura Librerando, organizado por Librerantes en la librería Enclave, y que contó con la presencia de Carlos García Santa Cecilia, editor de fronterad, y del autor de Los archivos de Alvise Contarini, José María Herrera, resultó un encuentro gozoso.
Para abrir la velada, escuchamos ese dúo impagable, Pur ti miro, pur ti godo, de la parte final de La coronación de Popea, de Monteverdi, la primera ópera ambientada en la Historia y no en una época mítica, que nos cuenta el triunfo de la relación adúltera entre Popea y Nerón. La belleza de la pieza, y el contenido de la misma, sintetizan la esencia del libro, en tanto que Venecia ha procurado a lo largo de su historia preservar(se) por encima de todo, asumiendo los riesgos que ello conllevaba.
Los archivos de Alvise Contarini es pura belleza. Disculpen que sintetice antes de explicarlo. Es un exceso (en el sentido de Blake, exceso en tanto que desbordamiento casi espiritual, aunque podríamos quitarle el adverbio). Nos encontramos ante una estructura argumental más o menos canónica: la composición de un personaje —real o no y hasta qué punto— por medio de distintas fuentes. Hay muchos ejemplos, Jusep Torres Campalans, de Max Aub, las biografías (estas de personajes reales) narradas por Martín Gaite (conde de Macanaz) o el más reciente Fred Cabeza de Vaca, de Vicente Luis Mora. Aunque, en el caso de Herrera, Alvise Contarini es casi un trasunto para dejar el escenario a la verdadera protagonista del libro, Venecia, una ciudad cuya mera evocación ejerce un extraño atractivo, una deliciosa seducción.
Contarini es Venecia misma. Muere, como muerta está Venecia. Aunque no es un cadáver, «los cadáveres se pudren y descomponen». Venecia ya no existe, nos dice en un momento dado Alvise. Pero mantiene, como toda ruina, como toda decadencia, el aroma de la promesa que fue. A partir de ahí, el narrador, que llega a Venecia siguiendo las pesquisas vitales de Ortega, el filósofo, va ofreciéndonos retazos de Contarini: entrevistas radiofónicas, artículos sin firmar pero que apuntan a su autoría, esbozos en cuadernos privados, conferencia impartidas…
Recomponer, o el intento del narrador por trazar un perfil de Contarini, le invita a un periplo histórico por la ciudad lagunar, por sus ilustres habitantes (dogos, almirantes, músicos, pintores, embajadores y sabios), construyendo, casi sin darnos cuenta, constelaciones de sentido.
Así nos encontramos al paso de la lectura con Casanova («la inconstancia amorosa se debe a la diversidad de rostros»), con el cristal de murano (que, según la leyenda, debe su fama al rumor de que estalla al contacto con el veneno o con alimentos en mal estado), con Ermolao Barbaro, lo más parecido a un filósofo que tuvo Venecia y del que cuenta la leyenda que conjuró al diablo para que le explicara el significado del concepto «entelequia» sin éxito.
Se escogen algunos nombres u obras para simbolizar a la propia Venecia, que se desenvuelve en la novela por completo femenina, y dejando el rastro no de excelencia, como dirían los postmodernos, sino de grandeza, cualidad mucho más profunda y acrisolada.
La visión de san Agustín, cuadro de Carpaccio, le permite a Contarini reflexionar hasta dónde se puede llegar con los ojos de la carne y qué se recibe al recibir la luz de Dios; le ofrece la excusa para ahondar en el tiempo (que no es, de suyo, nada), para discernir entre poseer las osas y comprenderlas… para concluir, por un lado, en que «nadie llega a conocerse a sí mismo de manera tan perfecta que pueda estar seguro de cuál será mañana su conducta. Las pasiones son capaces de desbaratar los logros de toda una vida». Ese es el don. Y, por otro, que «lo despreciable no son las cosas materiales, sino la conciencia que las impide ser tratando de someterlas a su control».
Asimismo, Contarini repara en los últimos momentos de la vida de Carlos V, cuando para él «todas las mañanas amanece con los ojos llenos de arena», disfrutando de cierta felicidad en su retiro, abandonados «los cantares de gesta» en los que acostumbró vivir, y relatando, además de su amistad con Tiziano, cómo consiguió celebrar en vida sus propias exequias.

Especial debilidad siente quien escribe por el capítulo en el que el narrador, a través de un supuesto artículo de Contarini, nos comparte las impresiones de éste a propósito del lienzo que aparece en la portada del libro, María Magdalena desvanecida, de Guido Cagnacci, una imagen en la que la religiosidad está a punto de convertirse en sacrilegio; pero también la recreación de la vida de Vivaldi («que no dio un ruido»), Benedetto Marcelo y sus Salmos, Albinoni y su capacidad creadora restringida…
Los archivos de Alvise Contarini es un frondoso manglar en el que, por imposible que parezca, el lector tiene la impresión de que nada se le ha escamoteado, de que Venecia misma no sólo preside sin que está, nos permite habitarla, casi tocar su cuerpo, femenino, se insiste.
El devenir de la scuolas, los avatares de la cantante Bárbara Strozzi, la importancia (y la existencia) de los jardines en Venecia… es imposible recoger las tramas que se van desplegando a lo largo del libro, pero nos queda clara una cosa: «Para los venecianos los refinamientos de la cultura son el medio más eficaz de formar el alma del individuo sin privarlo de su energía».
La lectura se recibe como un inmenso regalo, en un momento en el que los libros están más pendientes de mostrarnos «realidades descarnadas», historias de un yo paupérrimo que no trasciende el hecho testimonial. Los archivos de Alvise Contarini son una ofrenda a la voluptuosidad tanto como al carácter sagrado de la ciudad lagunar.
Al menos a mí, al terminar el libro, me quedó la sensación de que hay dos tipos de ciudades en el mundo: Venecia y el resto.
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